No basta con buenas intenciones porque, como dice el viejo adagio, «de buenas intenciones está empedrado el camino al infierno».
Desde hace relativamente poco, la palabra «inclusión» se ha incorporado a nuestro lenguaje cotidiano impulsada por colectivos que reivindican su derecho a ser tratados como personas, y no como meros residuos sociales o, en el mejor de los casos, como una anomalía digna de benevolencia.
En nuestro siglo XXI la inclusión es reivindicada en los más diversos ámbitos de la vida en sociedad: desde la etnia al género, desde la pobreza a la edad, desde lo laboral a lo académico o cultural. En fin, la inclusión se reivindica allí donde quiera que un grupo toma conciencia de haber sido situado en «el afuera» de la vida social.
Las personas con condiciones de discapacidad conocen muy bien el sentido de esta lucha por resguardar su identidad sin que esta constituya motivo de marginación de los espacios «normales». Ha sido una lucha muy larga, comenzada más o menos a principios del siglo XIX, cuando se entroniza el modelo médico que desdemoniza la discapacidad y pasa a considerarla una enfermedad, hasta hoy, cuando en términos formales prevalece el modelo social basado en derechos.
El lenguaje es particularmente revelador del proceso de la progresiva constitución de la persona con discapacidad como sujeto. Del «minusválido» de principios del pasado siglo a la actual «persona con diversidad funcional», es muy largo el trecho recorrido. Y mucho el trabajo, las emociones y la energía invertidos por los colectivos de personas con discapacidad en favor de la inclusión.
Lastimosamente, las palabras también sirven para encubrir la realidad. «Inclusión» puede estar en el lenguaje, y es bueno que lo esté, pero no necesariamente está en la conciencia de la gente y de los principales actores sociales, y este es un grave problema. Frecuentemente, la inclusión se dice, pero no se actúa, por lo que en su nombre suelen cometerse errores que conspiran abiertamente en su contra.
Pero ¿qué es la inclusión? Comencemos por decir lo que no es: la inclusión no es que las personas con discapacidad encajen en la organización y estructuras sociales, como si fueran las responsables de su condición y deban adaptarse a lo que las personas sin discapacidad aparente han definido como «normal». Eso no es incluir. A lo sumo, sería «integrar».
Puesto que lo anterior no es inclusión, digamos, grosso modo, lo que esta es según el modelo social de la discapacidad: «[…] la inclusión significa la eliminación de barreras físicas, principalmente barreras sociales expresadas en las actitudes de la sociedad en general»[i]. Esto así porque la visión con perspectiva de derechos sostiene que la discapacidad es una construcción social que produce prácticas materiales y una narrativa incapacitantes. Para que nos hagamos una idea: una ciudad con accesos que no toman en cuenta las necesidades de las personas en silla de ruedas es la que impide que estas disfruten del espacio público, no su condición. Lo mismo cuando utilizamos palabras, todavía comunes, como minusválido (que vale menos) u otras del mismo tenor.
La inclusión no se trata tampoco de lograr privilegios para las personas con discapacidad. El privilegio es una excepción que puede ser otorgada por mera condescendencia y que nada tiene que ver con el reconocimiento del valor de la persona en sí misma. Podríamos decir más: el trato privilegiado en función de una condición de discapacidad suele tener un efecto contrario al que buenamente se persigue: oculta las verdaderas razones por las cuales ese trato privilegiado debe ser otorgado. Es decir, nos hace inmunes al lugar inferior al que la sociedad relega a las personas con condiciones de discapacidad.
Hablar de inclusión implica, pues, hablar sobre un cambio radical en la manera en que la sociedad «normal» se relaciona con la discapacidad. Para que la inclusión sea real y no mero «porno inspiracional» (del que tendremos oportunidad de hablar en otra ocasión), la sociedad, y esto incluye al Estado y al gobierno, deben crear las condiciones para que las personas con diversidad funcional puedan desarrollar y aplicar sus capacidades en entornos adaptados. Esto se logra con políticas públicas robustas, legislaciones plausibles y el cambio de la mirada social a la discapacidad.
En una sociedad inclusiva, la persona con discapacidad no tendrá necesidad, por ejemplo, de afirmar su presencia para recibir servicios en condición de igualdad con el resto de la gente, como si fuera un cuerpo defectuoso y potencialmente amenazador del que hay que despedirse lo antes posible, y no un sujeto de derechos. Por eso tenemos que no solo hablar de inclusión sino, sobre todo, pensar, sentir y vivir la inclusión. No basta con buenas intenciones porque, como dice el viejo adagio, «de buenas intenciones está empedrado el camino al infierno».