Escojamos las palabras del respeto y la inclusión
Por lo general, cuando las personas hablamos no premeditamos el efecto que nuestras palabras tendrán en el interlocutor. Usamos el lenguaje como una herramienta espontánea de comunicación y damos por sentado que lo dicho transmite fielmente nuestra intención y sentimientos.
Desde luego, hay circunstancias en que nuestra intencionalidad es deliberadamente ofensiva, como cuando nos dejamos dominar por la ira e imputamos a la persona que la provoca las peores cosas del mundo. Pero esos son momentos excepcionales, no la norma de relación interpersonal, por lo que el insulto y la invectiva merecen siempre nuestra censura.
Sin embargo, las cosas son más complejas de lo que parecen y no hay que montar en cólera para ser agraviantes. Aun cuando no sea nuestro propósito, algunos usos del lenguaje que consideramos inocuos y normalizados pueden resultar humillantes para la persona a la que nos dirigimos porque la disminuyen en su dignidad y la sitúan simbólicamente en un plano inferior.
Lo anterior sucede con altísima frecuencia cuando nos referimos a personas en condición de discapacidad. No lo hacemos con mala fe; simplemente nos hemos acostumbrado a definiciones que son de uso común en nuestro entorno. Tanto es así que en esta misma página institucional del CAID escribimos recientemente el término “niños especiales”, cuando no hay niños especiales, sino con discapacidad. Para suerte nuestra, los ojos y los oídos de nuestros profesionales están siempre abiertos y atentos a las incorrecciones para evitar que se cuelen en nuestra comunicación o para corregirlas cuando aparecen.
Así que, si no lo hemos hecho ya, debemos cambiar el “chip” y comenzar a prestar atención a lo que decimos y a cómo lo decimos cuando nos referimos a con personas con discapacidad. Hacer esto nos permitirá pasar del lenguaje discriminatorio al lenguaje inclusivo.
Pongamos algunos ejemplos tomados del manual publicado por el CONADIS para ayudar a difundir el lenguaje inclusivo y desterrar las frases, apelaciones, motes e incluso diminutivos que sentimos cariñosos, pero que son todos discriminatorios.
¿Por qué es discriminatorio decir “anormal, deficiente, incapacitado, incapacitada, personas diferentes o especiales”? ¿Acaso no lo oímos a cada rato en boca de todo tipo de gente? Pues bien, son discriminatorios por la simple razón de estos calificativos se centran en la condición y no en la persona como individuo digno, sujeto de derechos, merecedor de respeto y con las mismas potencialidades que todo el mundo. CONADIS propone que en lugar de estos términos peyorativos usemos “persona con discapacidad”.
Sugiere asimismo excluir de nuestro lenguaje expresiones tales como “minusválido/minusválida; lisiado/lisiado; inválido/inválida; paralítico/paralítica; mutilado/mutilada; cojo/coja; tullido/tullida”. ¿Y si no les decimos así, cómo lo haremos? Estas personas son, sencillamente, “personas con discapacidad físico-motora”.
Tampoco hay que llamar a nadie “mongólico/mongólica; retardado/retardada o retardo mental”, porque no es ninguna de estas cosas, sino una “persona con discapacidad intelectual”. ¡Ojo!, no hay “defecto de nacimiento”, sino “discapacidad congénita”. Ni hay “cieguito/cieguita; invidente o no vidente”, sino “persona ciega, con discapacidad visual o con deficiencia visual”.
Podemos continuar citando infinidad de ejemplos iguales o parecidos, y lo haremos con frecuencia porque nos interesa producir un cambio de mentalidad sobre la discapacidad. Por ahora, hagamos conciencia de que el lenguaje no es inocente y de que no solo sirve para decir cosas gratificantes y respetuosas, sino también para herir, humillar, discriminar, y ningunear. Si queremos evitar esto último, debemos poner la lupa sobre las palabras.